lunes, 2 de noviembre de 2009

DIJO MI VIEJO ALGUNA VEZ

Creo en los que creen
creo en los que quieren
y en los que pueden
y en los que no creen no creo
ni en los que no sienten
ni en los que no piensan.
Creo en los que alientan
esperanzas muy inciertas,
en los que dicen sí
en los que dicen no.
Creo en aquellos
a los que no les importa el color
y en los que no creen no creo
y ni siquiera los veo;
creo en las palabras
los gestos, las miradas
creo en todo menos en la nada.
Creo en la tristeza del adiós,
en la alegría del regreso
y en la fe de tantos rezos;
creo en los que existen
en los que luchan
en los que insisten
y en los que perduran;
en los que son alguien
y en los que no son nadie.
Creo en los que al vivir
siempre buscan la luz
aún cuando sólo se les da oscuridad
creo en los que defienden la verdad,
creo en los que gritan
y en los que golpean.
Creo en los corazones que palpitan
y en la sangre caliente
que corre por las venas
creo en los que se olvidan de las penas
en los que viven para amar
para hacer, para tratar
creo en los que preguntan
en los que dudan
en los que ayudan.
Creo en aquellos que saben
en aquellos que caen
se yerguen y siguen adelante.
Creo a cada instante
en tantas cosas y algo más
y sé que lo importante
es creer o ya no estar.


JUAN OSCAR NICOLINI
Seguramente me puteará desde donde esté. No leí este texto de mi papá hasta que falleció. Hoy lo tengo impreso en mi pieza para leerlo cada tanto. Es lo mejor que tengo para empezar el día, me produce lo mismo que Don´t stop me now de Queen, o alguna que otra película, con el plus de que mi viejo decía que no creía en nadie excepto en mí y que desde que la putié a Ana María Alvarez era lo más grande que había. Este texto me renueva, quería compartirlo.

jueves, 22 de octubre de 2009

Cachetadas de vacío

Que el chasquido de los dedos ya no sea el timbre para una caricia.

Que a la mañana me despierte un ruido… Que frunza el ceño, cierre los ojos, haga puchero sonriendo esperando la señal que me obligue a levantarme a abrir la puerta del fondo… Nada.

Que cuando llego a la noche vaya a tantear mi cama, sabiendo que va a estar caliente, y que de ahí quede caliente estoy yo y pego puteadas por toda la casa… Nada: limpia, lisa, impecable, fría.

Que quiera yo salir a pasear, y tenga que llamar a alguien por teléfono para que me acompañe.

Que tenga cuidado de hacer ruido con las bolsas del supermercado. Que abra muy poquito la puerta del fondo, suficiente para anticipar mi rodilla atajándome para no terminar en el suelo… al pedo.

Que no haya pozos por tapar, ni plantas por arreglar, que los pájaros molesten sin miedo.

Que no haya cómplices…

Que busque, con las manos tensas, por todas las esquinas de mi casa, donde hacer cuerpo a tierra y hacer terapia descargando una tira de palmadas, caricias, abrazos.

Que no tenga a quien callar cuando estudio, ni pretexto para mi desconcentración. Que no tenga que cerrar las puertas. Que me apure a cerrar la puerta del garage con una mano mientras meto la moto, mientras grito “guarda que entro”… Nada.

Que ya no tenga marcas en la panza, ni baba en las zapatillas, que me despreocupe por las visitas y que deje el asado en el fuego y me vaya.

Que se me caiga un pedazo de comida, cuente hasta 3… Y siga ahí. Que tenga que tirar a la basura las cáscaras cuando pelo una manzana.

Que mi vieja diga un solo “chau” cuando se vaya.

Que una pelota sea una pelota y no un dispositivo de destrucción.

Que no me ría más en la mañana en mi casa por escuchar ronquidos, que no pise nada raro en la oscuridad cuando llego sigiloso, que no sienta que algo impide que mueva las piernas en la cama. Que no tenga almohada en el verano cuando me tiro en el piso. Que no tenga un beso de hocico cuando llore solo.

Que ahora sólo tenga amigos humanos…


Me pregunto cuánto de mí falleció con él

Te voy a extrañar cachetón.

sábado, 17 de octubre de 2009

ENCUENTRO DISONANTE

En la noche solitaria, te encontré.
Recostada en mi cama
incitándome a tocarte.

Inexpertas,
mis manos tiemblan.

Y les cuesta adaptarse
a tu figura;
a tu largo cuello,
a tus anchas caderas.

Y empieza el romance,
disonante.
Así es siempre,
la primera vez.

Mi vientre
se fusiona con tu espalda.
Mis manos,
juegan en tu ombligo.
Mi boca,
encima de tu hombro,
exhala
un aliento templado.

Y mis sentidos
atentos,
para sentir la melodía
del roce de los cuerpos,
quedan, toda la noche
despiertos...

Y al fin, con la llegada de un sol
de ceja perfecta,
marcas el final
con tus últimos gemidos:
Sol, re;
sol, si;
re, sol.


Ni rima asonante, ni consonante: disonante. Una muestra que el verso no es mi fuerte (bah, este tipo de verso). Hace unos días volví a hacer unos arpegios en la guitarra, hacía tiempo que no tocaba. Sonó horrible, como esa primera vez, una navidad que me regalaron mi guitarra.

viernes, 16 de octubre de 2009

Regreso

Un día recordé que tenía un blog…

Y decidí volver a escribir.

Iba a escribir sobre mis amigos, pero sobre ellos prefiero volcar una lluvia de abrazos.

Busqué escribir sobre las alegrías, pero tuve miedo de tacharlas con tinta negra de las tristezas.

Entonces decidí escribir sobre las tristezas, pero ellas no me dejaban… Y algunas todavía no me dejan.

Pensé que lo mejor era escribir sobre ella: el amor de mi vida. Pero sobre ella no quiero escribir, sino tatuar mi corazón, vestirme con su sonrisa. Sobre ella quiero hundir mi alma… Sobre ella quiero sonreír, ser feliz.

Empecé a llamar a mis sueños para escribir sobre ellos. Me dijeron que no son hojas, que los sueños no están para que nadie escriba sobre ellos. Protestaron porque debían cambiar de una vez por todas las condiciones y ser ellos quienes nos escriban a nosotros, a los que escribimos sobre sueños porque justamente soñamos sueños para escribirlos, y ellos no son para eso.

Sin encontrar sobre qué escribir, decidí escribir sobre mí: escribí con tinta palabras alegres alrededor de mis labios, escribí “besar aquí” en mi cuello y en mi espalda. Escribí su nombre en mi pecho, seguido de un “soy tuyo”. Escribí todos mis complejos en la parte de mi panza y de mi pelo.

Escribí “los cuchillos no van acá” en mis muñecas.

“No me gustan” puse en cada dedo, “no se comen” en cada uña.

Dibujé los pelitos para completar mi barba.

Y cuando terminé de escribir sobre mí, se acercó mi hermano y me dijo: “¿Qué hacés?” “Escribiendo” contesté.

“Boludo, si vas a escribir encima de algo, escribí sobre tu blog”

Y así fue, lo recordé. Y para reiniciarlo decidí escribir sobre él… Lógico.

lunes, 1 de junio de 2009

REFLEXIONES SOBRE EL DURO OFICIO DE SER REY

Y, Rey al fin, cómodamente estaba recostado contra su trono.

Su trono... Cómodo, elegante y más grande que todos los demás asientos que había en el castillo.

Desde sus aposentos dirigía, manejaba su palacio; su trono había sido puesto en un lugar estratégico para controlar los movimientos de su reino.

Rey, eso era él, así se sentía.

Quienes entraban a su palacio le hacían una ofrenda en agradecimiento por poder descansar un tiempo allí mismo.

Su palacio estaba habitado, en su mayor parte, por personas que estaban de paso. No se quedaban ya que no tenían más ofrendas para darle y no querían abusar de la bondad del Rey.

Y al marcharse, no lo hacían por la puerta por la que habían entrado, estaba prohibido salir ante la presencia del Rey y por eso se había construido una puerta en el fondo del castillo (tal vez el Rey se sentía ofendido al ver que la gente se iba).

Pero nunca estuvo solo: los viajeros siempre entraban a su castillo, ya que el camino en el que éste se encontraba derivaba en muchos otros lados. Era como el nexo entre varios lugares.

Todos los días, el deseo del Rey era avanzar sobre las tierras y ganar terreno. Y tenía un tiempo determinado para eso, era una de sus misiones.

Porque la particularidad de este Rey era que no tenía sangre real, los reyes como él eran elegidos por los verdaderos gobernantes de los pueblos. Eran gente normal, en algún lugar tenían su casa y su familia, pero habían sido elegidos para dirigir ese palacio, y por supuesto que ante el menor error eran cambiados. Estaban en todos los pueblos, llevando distintas banderas que los identificaban.

Pero él era distinto a los otros, él era un verdadero Rey, eso era, eso sentía.

Si hasta nombre de Rey tenía: Felipe.

Su padre también se llamaba Felipe. Así que él vendría a ser Felipe II.

O también podría tener un apodo: Felipe corazón de León (muy poco original), Felipe el imbatible.

“Felipe ronquidos de mula”. Diría su esposa. Pero no lo hacía. Él era Rey, había que respetarlo.

La lucha por avanzar en el terreno era muy dura: otros reinos querían atravesar o tener poder sobre los caminos que nuestro Rey tenía. A la mayoría los vencía fácilmente, pero también debía enfrentarse a otros de su misma talla que eran difíciles de sobrepasar. Pero más allá de que los reinos contrarios fueran chicos o grandes, él siempre los respetaba.

Había días que eran estresantes, debido a que los viajeros llegaban a montones y el castillo no daba abasto.

Muchos de esos días eran calurosos y había tanta gente que incluso la zona de su trono estaba repleta, pero a él no le molestaba.

Lo que sí le molestaba era no poder alojar a todos los viajeros, algunas veces debía impedir la entrada al castillo debido a la gran cantidad de personas que ya se hallaban en él. Y la gente que quedaba afuera no entendía e insultaba, y eso lo deprimía

Algunas veces llegaban reyes a descansar un poco, a hablar con el Rey. Muchos de ellos eran amigos, otros solo conocidos. Los otros reyes llegaban y, reyes al fin, se les permitía estar con el Rey del castillo y participar de sus actividades, sin dar ninguna ofrenda.

El momento propicio para avanzar sobre las tierras variaba constantemente, debido a eso el Rey muchas veces tenía que levantarse de madrugada o en plena tarde de verano para dirigir su reino. Y eso era agotador.

Pero él era un Rey y eso lo ponía feliz.

Hundido en su felicidad, no se percató de que unos viajeros estaban frente a él.

_Disculpe – dijo el Rey muy respetuoso -.

Pasó el primero.

_Un mayor y un jubilado – dijo e hizo su ofrenda -.

Pasó el siguiente, el Rey lo miró, era un niño y su hermana que venían agotados.

_Tengo para uno solo – dijo, e hizo su ofrenda. Luego miró a su hermana -.

Felipe les sonrió y pegándole una palmada en la espalda al niño, dijo:

_Pasen.

_Gracias... – dijo el niño, y lo miró como buscando algo más- ¿Cómo se llama usted?

Y el Rey sonrió. Y con el dedo índice, ese con el cual un Rey sentencia, como lo hacía su padre, quien fuera también Rey, señaló la credencial sobre el espejo:

“Felipe Augusto Rey: colectivero”. Y siguió dirigiendo su reino por el bien de su gente, era su responsabilidad.

Porque él era un Rey, así se sentía, y así él era feliz

martes, 26 de mayo de 2009

CONFUSIÓN ÉPICA



Aquí traigo un texto al cual le tengo mucho cariño. Es su versión original, ya que luego hice algunas correcciones. Ya que cada vez que lo leo le encuentro más errores. Creo que es para leerlo sólo una vez. En fin, aquí va la, en su momento, aplaudida Confusión épica.




Todo pueblo tiene su héroe. Y todo héroe su hazaña. Aquella por la que lo recordarán; porque estuvo en el momento justo, porque no temió y tomo las riendas del asunto por una cuestión de honor.

Y también podemos ubicar un enemigo, la antítesis del héroe; aquel que asusta al pueblo, el déspota que realiza sus planes sin importarle lo que diga el pueblo. Tal vez incomprendido, es por eso que se convierte en el adversario.

Y la incomprensión es parte de esta historia, que lamentablemente tiene un final trágico.

La Rosa era un pueblito muy chiquito que se encontraba a un costado de lo que hoy es la Ruta Nacional 127, entre Sauce de Luna y Conscripto Bernardi, al norte de la provincia de Entre Ríos. Era un pueblo tranquilo, alejado de los ruidos de la ciudad y olvidado por ésta. La gente vivía de lo agrícola.

Para entrar, había que girar por una pequeña circunvalación para evitar choques y eso daba en el camino de tierra que llevaba a La Rosa.
Era el atardecer del 13 de junio de 1965 y Don Simón cabalgaba cerca de la ruta cuando de repente observó algo muy extraño. Sus ojos, temblorosos, apartaron la vista. Pegó la media vuelta y a más no poder volvió a La Rosa.
Se dirigió a la capilla donde estaba el padre Gerónimo. Cuando llegó frente al cura, Don Simón se persignó y desesperado le habló a Gerónimo.
—¡Padre! ¡Ayúdeme! Una víbora gigante esta en la entrada al pueblo. Tiene Los ojos enormes y está quieta, como preparándose para atacar. ¡Es Satanás!

Desesperado, el cura tomó su Biblia y su crucifijo de plata y salió para el lugar donde se encontraba la bestia diabólica; cuando iba saliendo le dijo a Don Simón.


—Busque al Comisario y al Intendente; y de la voz de urgencia al pueblo.

Y se fue.
Don Simón cabalgó por las casas, avisando la presencia diabólica. Primero pasó por la casa del Intendente, pero nadie contestó. Luego se dirigió a la casa del Comisario.

Bien dormido y gruñendo abrió la puerta y la noticia no se hizo esperar. Sorprendido pero sin perder la tranquilidad (porque él era el Comisario) buscó sus pantalones y, pistola en mano, montó su yegua y se alejó, con su panza que se movía de abajo hacia arriba, hasta el lugar del hecho, acompañado por su perro: “el Batuque”.
Ya era de noche y el pueblo, temeroso pero con mucha curiosidad, se encontraba en el lugar.
Boquiabiertos observaban mientras el padre Gerónimo rezaba para que desapareciera la horrible bestia inmóvil.
A todo esto, ya surgían otras hipótesis.
Le preguntaron a la maestra, quien supuso que era un monumento.

—Monumento ¿De qué? ¿Dónde está la placa? – le preguntaron. Ella no supo contestar.
Como era el proceso, hasta que llegara el Comisario no se tocaba nada. Cuando este llegó, hechó un vistazo y frunciendo el ceño dijo:
-¿Naides me puede decir qué es esto?
Silencio. Solamente muy bajito, se escuchaba la oración del cura.


—Que es Satanás.

—Que es una víbora gigante.

—Que es un monumento.

Nadie se ponía de acuerdo.
Toda la noche estuvieron deliberando y a la vigilia de lo que “la cosa esa” (como la llamaban) pudiera hacer.
El Comisario miraba, lo recorría de lejos. Pero pasaban las horas y ni él ni nadie se había animado a tocarlo.

En eso, “El Batuque” Se acercó. Olfateó el objeto y, después de unas vueltas levantó la pata trasera.
Ahí fue cuando el Comisario notó que el objeto no tenía pies, y que su cuerpo seguía y se enterraba en la tierra. Con una sonrisa se dirigió a la gente y dijo.
—Peró mira como El Batuque lo mea. Es un árbol.

La gente cambió la mirada de escepticismo por una de aprobación. Entre ellos había risas. Y El Comisario se acomodó su grueso bigote en señal de caso cerrado. Anotó en su libreta la hora, ya eran las seis de la mañana del 14 de junio, pero aún no amanecía.

—Hermanos, escúchenme. ¿Que no lo ven? Es Satanás que se está preparando para atacar. Oremos todos para que Dios nos ayude – dijo el cura y también habló de una parte de la Biblia en la que se mencionaba a monstruos y demás.

Pero nadie lo escuchaba.
La gente se retiraba satisfecha del lugar. Pero a las 6 y cinco de la mañana algo sucedió; algo que cambiaría el trayecto de la historia.
El árbol "atacó".

El pueblo se ruborizó. Todo se convirtió en desesperación. La gente se alejaba del objeto al grito común de “es la luz mala”.
Era el fin para todos los presentes. Aún no amanecía y era el momento propicio para atacar.
—Yo se los advertí – enfatizó el padre Gerónimo – ahora ya es tarde.

Pero faltaba la entrada del héroe.

Montado en su caballo negro y con hacha en la mano, apareció detrás de la multitud Ceferino Almeyda, el carpintero. Petiso y corpulento, el joven estaba decidido a dar todo por su pueblo amenazado. Con rápidos movimientos saltó del corcel y tomando el hacha con las dos manos, empezó a golpear al monstruo de la luz mala que emitía sonidos de dolor tan fuertes que retumbaban en los oídos de la gente.

Ceferino Almeyda en el trabajo de Fidel Montes, artista de La Rosa. Mural de la Plaza principal.Fue prohibida por el Intendente pero una revuelta del pueblo a favor del héroe logró que la pintura se colocara.

El enemigo se defendía emitiendo sus luces pero nada detenía a nuestro héroe que seguía golpeando y gritando. La batalla fue dura y la gente observaba inmóvil hasta que finalmente Ceferino abrió una herida que hizo que el objeto tambalerara y dejara de emitir luces.

El héroe estaba venciendo.
Pero el enemigo aún seguía en pie.

Ceferino ató una soga al cuerpo malherido de su enemigo y el otro extremo se lo ató a su caballo. Cual David contra Goliat terminó por voltear al demonio.

La gente lanzó un alarido en señal de festejo. Todos se acercaron a Ceferino y lo veneraron. Era el héroe de una batalla épica para el pueblo.

Así, cargando a su soldado, la gente volvió al pueblo para festejar, al grito de “viva Ceferino”.Después de los festejos, nuestro héroe tuvo que marchar.

—Debo ir a la capital porque mi hermano está enfermo.
Y en una triste despedida, Ceferino se alejó campo traviesa en su caballo con destino a Paraná. Al mismo tiempo, por la ruta, el intendente de La Rosa volvía en un Ford T desde la capital. Había ido a ultimar detalles para hacer la inauguración del semáforo del pueblo.
A principios de la década del 60, habían llegado a Entre Ríos los semáforos eléctricos y en la distribución, al pueblo de La Rosa le había tocado uno en la entrada.
El intendente, furioso, le explicó al pueblo.
Pero nada sacaba la magia del momento vivido por el pueblo y esa hazaña se convirtió en leyenda.

El "mostro"

Y todos se preguntarán qué pasó con Ceferino el Grande (como lo empezaron a llamar en La Rosa).

Y aquí está el final trágico.

Ceferino no ganó su siguiente batalla. Y sin darse por vencido, prefirió clavarse su facón antes que rendirse, al encontrarse rodeado por cuatro de sus enemigos, en una esquina de la capital entrerriana.



Otra versión de Ceferino, a cargo de uno de los testigos del hecho













viernes, 22 de mayo de 2009

DOS TEXTOS AL AZAR

Pa empezar, mando dos textos escritos hace un tiempo.



¡QUÉ SUEÑO QUE TENGO!

Cuando tengo sueño, lo estiro por toda mi cama.
A veces, el sueño que tengo es de volar: con las piernas estiradas, saliéndose de las fronteras del colchón: me hace sentir como si flotara, muy cerca del piso.
A veces sueño boca abajo. Aquí los primeros que empiezan a soñar son mis brazos.
Antes que cualquier otra parte del cuerpo, ellos avisan con un cosquilleo que se han dormido. Y sueñan, casi siempre, que son libres; y me desobedecen: van de un lado hacia el otro. Y si quiero prender la luz se niegan porque parecen que no pueden dormir con la luz prendida.
Muchas noches, de tanto sueño que tengo, hablo y hablo sin parar. Y a los que hago parar es a los demás, que llegan a mí y me dicen que pare de soñar.
Pero ¿Por qué? ¿Si tengo sueño? ¿Cómo no voy a soñar?
¿Qué hago entonces con el sueño que tengo? ¿Dejarlo huérfano de cama? ¿Cometer un homicidio con café?
Ese sueño que quiere crecer, y cuanto más crece más me pide un lugar dónde ser. Tal vez cama, tal vez sillón. Tal vez colchón de apuntes, colectivo.
No lo puedo dejar. El sueño que tengo desea ser alguien. Ya no quiere ser la amargura del que no puede dormir, y no puede convencerlo de que el negocio está en cerrar los ojos.
¡Qué sueño que tengo! Es ambicioso.
Anhela ir a Francia, conocer a Silvio Rodriguez, ser millonario, ser Francéscoli, ser héroe, villano, cura, streapper, albañil y actor; todo en una sola noche.
¿Cómo no dejarlo ser? Si el sueño que tengo quiere lo mismo que yo.
Si somos amigos.
Yo tengo sueño. Y qué hacer cuando uno tiene sueño, si no soñar.

Sr. Lini





MONO


Hay un mar que no va.
Hay un sí en tu ser.
Hay un “no” que no es.

Ir sin más.
¿A qué?
A dar lo más vil,
lo más ruin
lo ya tan,
lo “no más”.

A ver lo que no sé,
a dar lo que ya vi.

A ser lo que no soy.

El par que no es par…
Un haz de luz;
dos que lo ven,
tres sin sol en su piel…
Cien de sal en el mar.

Son cien y más.
¡Qué más da!
Si son diez,
si son cien,
Si son mil. (*)

Son vos
Sos Dios
Es él
Sos los mil (*)
Sos yo
Soy yo…

Yo.


Juan.



(*) Licencia no-poética