lunes, 1 de junio de 2009

REFLEXIONES SOBRE EL DURO OFICIO DE SER REY

Y, Rey al fin, cómodamente estaba recostado contra su trono.

Su trono... Cómodo, elegante y más grande que todos los demás asientos que había en el castillo.

Desde sus aposentos dirigía, manejaba su palacio; su trono había sido puesto en un lugar estratégico para controlar los movimientos de su reino.

Rey, eso era él, así se sentía.

Quienes entraban a su palacio le hacían una ofrenda en agradecimiento por poder descansar un tiempo allí mismo.

Su palacio estaba habitado, en su mayor parte, por personas que estaban de paso. No se quedaban ya que no tenían más ofrendas para darle y no querían abusar de la bondad del Rey.

Y al marcharse, no lo hacían por la puerta por la que habían entrado, estaba prohibido salir ante la presencia del Rey y por eso se había construido una puerta en el fondo del castillo (tal vez el Rey se sentía ofendido al ver que la gente se iba).

Pero nunca estuvo solo: los viajeros siempre entraban a su castillo, ya que el camino en el que éste se encontraba derivaba en muchos otros lados. Era como el nexo entre varios lugares.

Todos los días, el deseo del Rey era avanzar sobre las tierras y ganar terreno. Y tenía un tiempo determinado para eso, era una de sus misiones.

Porque la particularidad de este Rey era que no tenía sangre real, los reyes como él eran elegidos por los verdaderos gobernantes de los pueblos. Eran gente normal, en algún lugar tenían su casa y su familia, pero habían sido elegidos para dirigir ese palacio, y por supuesto que ante el menor error eran cambiados. Estaban en todos los pueblos, llevando distintas banderas que los identificaban.

Pero él era distinto a los otros, él era un verdadero Rey, eso era, eso sentía.

Si hasta nombre de Rey tenía: Felipe.

Su padre también se llamaba Felipe. Así que él vendría a ser Felipe II.

O también podría tener un apodo: Felipe corazón de León (muy poco original), Felipe el imbatible.

“Felipe ronquidos de mula”. Diría su esposa. Pero no lo hacía. Él era Rey, había que respetarlo.

La lucha por avanzar en el terreno era muy dura: otros reinos querían atravesar o tener poder sobre los caminos que nuestro Rey tenía. A la mayoría los vencía fácilmente, pero también debía enfrentarse a otros de su misma talla que eran difíciles de sobrepasar. Pero más allá de que los reinos contrarios fueran chicos o grandes, él siempre los respetaba.

Había días que eran estresantes, debido a que los viajeros llegaban a montones y el castillo no daba abasto.

Muchos de esos días eran calurosos y había tanta gente que incluso la zona de su trono estaba repleta, pero a él no le molestaba.

Lo que sí le molestaba era no poder alojar a todos los viajeros, algunas veces debía impedir la entrada al castillo debido a la gran cantidad de personas que ya se hallaban en él. Y la gente que quedaba afuera no entendía e insultaba, y eso lo deprimía

Algunas veces llegaban reyes a descansar un poco, a hablar con el Rey. Muchos de ellos eran amigos, otros solo conocidos. Los otros reyes llegaban y, reyes al fin, se les permitía estar con el Rey del castillo y participar de sus actividades, sin dar ninguna ofrenda.

El momento propicio para avanzar sobre las tierras variaba constantemente, debido a eso el Rey muchas veces tenía que levantarse de madrugada o en plena tarde de verano para dirigir su reino. Y eso era agotador.

Pero él era un Rey y eso lo ponía feliz.

Hundido en su felicidad, no se percató de que unos viajeros estaban frente a él.

_Disculpe – dijo el Rey muy respetuoso -.

Pasó el primero.

_Un mayor y un jubilado – dijo e hizo su ofrenda -.

Pasó el siguiente, el Rey lo miró, era un niño y su hermana que venían agotados.

_Tengo para uno solo – dijo, e hizo su ofrenda. Luego miró a su hermana -.

Felipe les sonrió y pegándole una palmada en la espalda al niño, dijo:

_Pasen.

_Gracias... – dijo el niño, y lo miró como buscando algo más- ¿Cómo se llama usted?

Y el Rey sonrió. Y con el dedo índice, ese con el cual un Rey sentencia, como lo hacía su padre, quien fuera también Rey, señaló la credencial sobre el espejo:

“Felipe Augusto Rey: colectivero”. Y siguió dirigiendo su reino por el bien de su gente, era su responsabilidad.

Porque él era un Rey, así se sentía, y así él era feliz